Señor, ¿Qué quieres hacer de mí?


Tu Divinidad y tu Gloria infinita no necesitan de la Creación. Eres el mismo en tus interminables eternidades desde antes de la creación del mundo. Tú hiciste todo por tu bondad y tu liberalidad. Desde un principio, ya tenías tus planes de amor para todos nosotros, y muy especialmente para mí, aunque yo no existía, y aunque después de llamarme a la existencia, yo no sabía nada, no me daba cuenta de nada, e incluso no quería tener nada que ver contigo.


No sabía que Tú creaste el mundo para que también yo ocupara un lugar en él, en una familia, en una época y en unas condiciones específicas misteriosas y sabias. Nunca me imaginé que Tu Hijo Divino quiso sacrificarse, sufrir y morir por mí. No sabía que su Pasión tenía efecto en todo tiempo y lugar, ni sabía que yo también estaba en su plan de salvación, que Él quería salvar, tanto a los hombres de aquella época, como a los hombres actuales, incluyéndome a mí.


Siempre te percibí distante, rígido, frío, severo, y de Tu Hijo tenía el concepto de un Dios-Hombre de tiempos antiguos, archivado en un momento de la historia, recordado principalmente por el ejercicio de ciertas “tradiciones”.


Yo pensaba que Él estaba ahora en el cielo y que solamente volvería el día del juicio final. Miraba las imágenes en las iglesias, en los libros, en la Biblia, y sentía cierta resistencia a pensar en Él, a meditar en sus enseñanzas, en su ejemplo, y no quería orar en la Iglesia ni en mi propia casa. Me desesperaban las oraciones repetitivas y mecánicas que escuchaba en muchas partes y sentía fastidio al escuchar las homilías y las celebraciones litúrgicas de muchos sacerdotes, catalogados por mí como aburridos, decadentes, exagerados, entrometidos, cascarrabias, autoritarios y completamente pasados de moda en sus ideas, en sus métodos y en sus actos. También sentía una pesadez en mi alma y en mi mente, al pensar en la carga que implicaba obedecer los mandamientos, seguir la rutina de oración, los mismos ritos, y la rigidez de tener que cumplir los preceptos de la Iglesia.

 

Vivía los diferentes tiempos litúrgicos como si fueran temas y actividades aisladas entre sí y despojadas de significado real. Sentía fastidio, cansancio y hastío cuando llegaba la época de Navidad, porque durante mucho tiempo la interpreté como una estrategia consumista por parte de los comerciantes, además de que me traía recuerdos tormentosos de peleas y discusiones familiares.


Tú bien sabes que en nuestra casa, en la época de Navidad, no faltaban las indirectas, los reclamos, la agresividad, los desplantes, los incidentes familiares. Recuerdo que asistía a las celebraciones con escepticismo, apatía y con el deseo de que se terminaran pronto. Estaba más pendiente de lo superficial, de los regalos, de las comidas, de las reuniones, de las visitas. Me aburrían aquellas visitas y los encuentros tradicionales (y además forzados) con la familia, y me desesperaban las frases de cajón y los temas acostumbrados en esa época.


Las novenas de Navidad me parecían anticuadas y las tomaba como pretexto social para distraerme, y a veces hacía fuerza para que se acabaran rápido, porque inmediatamente después comenzaba el baile, es decir, cuando la novena se hacía en otras casas, porque en la nuestra nunca se hicieron fiestas propiamente dichas. El tiempo transcurría entre las compras, el ocio, la pereza, la televisión, una que otra salida a “pasear” en familia, obviamente con pelea incluida, y encuentros pasajeros con amistades y conocidos.

En el tiempo de Cuaresma, sin saber cómo ni por qué, me deprimía y me irritaba cuando llegaba el miércoles de ceniza, porque me sentía, en algún sentido, “amordazado”, limitado en las actividades que se podían hacer. Me sentía tonto cuando me imponían la ceniza, y varias veces me parece que la borré de mi frente para evitar bromas y comentarios de mis amistades. Los días viernes, cuando no se podía comer carne, me producían una pesadez extraña, porque tal vez, sin darme cuenta, sentía como un peso en la conciencia; indefinido, inespecífico, y eso contribuía a ponerme irritable y susceptible.


En la época de Semana Santa, me atormentaba tener que confesarme, consideraba que era un “mal” necesario, como cuando hay que ir al chequeo médico, más por tranquilizar la conciencia que por cuidar la salud. Siempre me aburrieron y me desesperaron las celebraciones litúrgicas de Semana Santa, porque me parecían extenuantes, sofocantes, artificiales y obligatorias. La visita a los monumentos durante el Viernes Santo era algo incómodo para mí, porque no encontraba el sentido de visitar iglesias, entrar y salir de cada una de ellas en medio de un mar de gente que me desesperaba y me fastidiaba, si bien, a veces tenía la expectativa de encontrarme con alguien interesante o especial. Me desesperaba tener que escuchar unos sermones interminables, en vivo y en directo, o por radio, en un tono monótono, regañón y cargado de análisis socio políticos.


Me desesperaban también las interminables horas de música clásica que pasaban en la mayoría de las emisoras, y me sentía culpable si escuchaba un poquito de música “moderna”. Recuerdo que en la época de Semana Santa, por alguna razón que aún no comprendo, se me alborotaba una especie de rebeldía contra todo. Mi mamá trataba de hacerme reflexionar sobre el sentido del tiempo de Cuaresma y de la Semana Santa, pero eso me ofuscaba todavía más y yo le contestaba de manera desobligante y agresiva.


También me aburrían, como en Navidad, las visitas y los encuentros con la familia, y me desesperaban las frases de cajón y los temas acostumbrados por esa época. Ni qué decir acerca del ayuno. El poco ayuno que hacía me volvía malgeniado e insoportable. Me ofuscaba el ayuno “obligatorio” y general en la familia. A veces hasta el mismo almuerzo del jueves y del viernes santo, que consistía, sobre todo este último, en pescado, me producía un rechazo que no comprendía, y con frecuencia me sentía deprimido, abatido e irritable.


No me gustaba la celebración del sábado santo, porque me parecía ridículo tener que llevar velas a la iglesia, además de considerar anticuada la celebración misma de la liturgia. Solamente el Domingo de Pascua me producía un alivio, un respiro, porque marcaba el final de la Semana Santa.


Cuando se celebraba la fiesta de Pentecostés, la tomaba como el cierre tardío de la Semana Santa y para mí era la despedida tranquilizadora de ese tiempo litúrgico, hasta el año entrante.

Me parecía más tolerable la fiesta de Pentecostés o el mismo Domingo de Pascua que la propia Semana Santa, porque en esos dos días no había que hacer nada especial y no había que cambiar las actividades normales.

 

Nunca pensé seriamente en el significado de esas celebraciones y jamás tuve la iniciativa de participar con devoción,  recogimiento, ni verdadera intención en el corazón.


Aunque había aprendido e imitado desde pequeño estas prácticas religiosas, nunca sentí, valoré, agradecí, ni reconocí la importancia de ellas, así como tampoco lo hice en relación con la presencia de Tu Hijo en el Sacramento de la Eucaristía, ni con los sacramentos. Todo lo relacionado con la religión era para mí una imposición, un tormento, una rutina, una fórmula, un esquema.

 

Ahora, veo y entiendo claramente que yo estaba en un error, que esa manera de pensar y de asumir aquellas actitudes rebeldes, indiferentes y duras, constituía una espesa tiniebla en mí, y veo hoy muy claramente, que, desde esa época de mi vida, y aunque yo no me daba cuenta, tu Luz estaba comenzando a dividir esas tinieblas a partir de las circunstancias que estaba viviendo, especialmente en medio del sufrimiento personal y familiar, aunque yo interpretaba esa intervención como una intromisión Tuya y de Tu Hijo en mi vida, como una violación al libre desarrollo de mi personalidad, al libre ejercicio de mi voluntad. 


En este momento de mi vida, aun siendo consciente de las tinieblas que persisten todavía en mí, y viviendo la realidad de tu vida en mí, te pido que extiendas por el mundo Tu Reino y concedas a los hombres el remedio de la Divinidad y las perfecciones de Tu Unigénito, especialmente en estos tiempos perversos en los que la vida se diluye entre sofisticaciones tecnológicas y valores morales sin Dios, ni ley, ni principios.


Señor, digan lo que digan la ciencia y la sociedad, Tú creaste el cielo y la tierra. En el comienzo tu Espíritu se movía sobre las aguas y por tu mandato Divino fue hecha la luz y se dividieron las tinieblas para formar el día y la noche. De esa misma manera, Tú dividiste las tinieblas de mi vida y abriste las puertas de mi corazón con tu luz amorosa y cálida.

 

Como bien sabes, en mi vida existe una convivencia repugnante entre el mal y tus preciosísimas luces. En mí y en el mundo, se multiplican los pecados y crecen las ofensas hacia Ti. No hay concepto de pecado y la perspectiva de la vida moderna, cada vez deja más de lado la formación religiosa y el crecimiento espiritual verdadero, siendo ocupado ese lugar por una maraña de herejías y de inventos teológicos sumamente peligrosos para la estabilidad y la salvación de nuestras almas. Incluso existen y proliferan doctrinas muy parecidas a la Tuya, con una atracción casi irresistible para el alma y la conciencia, pero con un veneno mortal para la vida de los hombres.

 

En medio de ese mundo hostil y anticristiano, he crecido dando tumbos en un sentido y otro, y a pesar de mis contradicciones, de mis inconsistencias, poco a poco veo que sólo en Ti está nuestro remedio: en tu bondad infinita, en tu misericordia incomparable, en tu amor eterno, en tu constante auxilio, en tu presencia adorable, en tu Voluntad divina y perfecta.

Cada vez con más conciencia y con más fuerza, gimo y clamo, así como lo hicieron tus profetas y patriarcas, por la venida de tu Reino, porque ahora sé que sólo Tú tienes la Sabiduría, el Amor, la Misericordia y el Poder para quebrantar el mal en todas sus manifestaciones y en toda su intensidad, tanto en mí como en el mundo.


Veo, pienso y comparo las cosas de la vida y de mi vida, los éxitos y fracasos, los procesos, los ciclos, las etapas, los cambios, el paso del tiempo, el bien y el mal, la fugacidad de la vida, las tribulaciones, las miserias, el dolor, la perfección y la fragilidad del cuerpo humano, del género humano, y después de meditar en ello, vuelvo los ojos a Ti y me admiro de tu grandeza y tu magnificencia.


En Tu presencia soy verdaderamente una partícula de polvo creada por Ti y para Ti, y en esta sorprendente pequeñez, vuelvo a ver la fragilidad humana, su lastimosa condición, sus miserias y limitaciones y veo que siendo Tú la meta y razón de la existencia, entonces, en lugar de evitar a toda costa las incomodidades y las penas de la vida, en lugar de considerar los sufrimientos como algo doloroso, injusto, terrible y dramático, veo con el transcurso del tiempo, que, es realmente bueno, necesario, conveniente, sufrir y padecer para llegar a ser manso y humilde de corazón y formar parte de Ti, cuando Tú te manifiestas en nuestra vida y te dejas sentir en el corazón, en la mente, en el alma, en nuestra naturaleza.

Ahora, gracias al dolor y al sufrimiento, entiendo que antes vivía de una manera orgullosa, egoísta y apartada de Ti. No me daba cuenta que trataba de agradarme en medio de una competencia feroz por alcanzar la realización rápida y plena de mis deseos, aspiraciones, necesidades y metas, con el convencimiento absoluto de que el principal objetivo en la vida era sobresalir, tener prosperidad económica, disfrutar de buena salud, formar un buen hogar y tener reservas psicológicas y económicas para las situaciones imprevistas y los momentos difíciles. Aunque eso suena lógico y bien intencionado, no sabía que, en el fondo, todo eso era vacío e inútil, incluso hasta mortificante e insatisfactorio, porque no figurabas Tú por ninguna parte. Había un vacío enorme que yo no había visto ni sentido: el vacío infinito de Tu ausencia, no porque Tú te hubieras alejado, sino porque yo no te dejaba entrar en mi vida.

 

Cuando empecé a sentir fastidio de ciertas cosas, cansancio y hastío de otras, que antes acaparaban mi atención y mi tiempo, a desilusionarme de las personas, los conocimientos, las oportunidades humanas para sobresalir, de las limitadas influencias humanas, supe que nadie podía darme respuestas satisfactorias, ni siquiera podía ayudarme a organizar las ideas, el torbellino de mis emociones; todo había perdido el significado, el valor y la importancia que una vez tuvo en mi vida y sentí un vacío aterrador dentro de mí, una agonía indescriptible: náuseas de mi vida y de la vida. Me sumergí en un mar de sentimientos encontrados y sufrí indeciblemente, porque no me hallaba en ninguna parte, ni con persona alguna. Y después de mucho sufrir, descubrí la razón de todo ese caos y dolor en mi vida: me hacías falta Tú.

 

Lo primero que me mostraste es que  tenía un ego gigantesco. El orgullo, la soberbia, la autosuficiencia y la arrogancia se paseaban en mi corazón como amas y señoras indestronables.

 

Yo, que nunca supe lo que es la humildad, empecé a conocerla solamente a partir del dolor, las humillaciones, las desilusiones, las privaciones, las enfermedades y los sufrimientos, y entiendo ahora perfectamente, que es una virtud delicada y a la vez exigente, lenta de adquirir y muy difícil de mantener, y comprendo que si no se es humilde en todo, si se pierde la humildad en alguna cosa, aunque uno no lo crea, no lo perciba o no lo quiera, entonces, a partir de ese momento, no se es verdaderamente humilde, aumentando de esta manera el sufrimiento y el esfuerzo purificador para recuperar el terreno perdido de la verdadera humildad.


Reconozco mi humanidad terrena y corruptible, y al reflexionar con más detenimiento sobre la perfección, y al mismo tiempo, la fragilidad y delicadeza del ser humano, empiezo a darme cuenta que Tú formaste al hombre de condición terrena, para que, viendo su fragilidad, recordara sus limitaciones y ocupara el lugar que le ha sido otorgado y no otro.

 

Por esta razón, me doy cuenta ahora, que a través de las situaciones adversas del pasado y del presente en mi vida, me has venido mostrando el lugar que yo quería ocupar en el mundo, completamente lejos de Ti, y veo más claramente que si no hubieras permitido esas situaciones adversas, quién sabe a dónde habría ido a parar con mis huesos desde hace muchos años.

 

Verdaderamente me amaste al permitir el sufrimiento en mi vida, pues lo permitiste con el fin de protegerme y preservarme del mal, de situaciones, personas y cosas que hubieran arrastrado mi alma (con el factor agravante de mi consentimiento) a los más profundos abismos de perversión y pecado, o me hubieran distanciado terriblemente de Ti. Y pensar que en aquellos momentos traté de rebelarme contra Ti y de culparte por mi sufrimiento y exigirte una solución inmediata para cada uno de mis problemas! Sin embargo, tu paciencia adorable iba creando las condiciones en medio de esos reclamos, para darme las verdaderas luces y apoyos que necesitaba en mi camino.

 

Mirando mi vida en conjunto, realmente veo que es urgente e importante esforzarme por ser humilde y basar este esfuerzo en un conocimiento sólido y verdadero de esta virtud, lo cual no puede ser posible sin el concurso de tus preciosísimas luces.

 

Gracias, Señor! 

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