Señor, ¿qué quieres hacer de mí?


 Tu poder divino se manifestó en la división de las aguas y la creación del firmamento. Tu sabiduría tuvo potestad sobre los cielos y todo lo que contienen, y todos estos elementos quedaron sujetos a ella por la obediencia. En cambio, mi arrogancia y mi atrevimiento se rebelan y me vuelven impaciente, insufrible, cobarde y reacio a tus designios.


Desde mi más tierna juventud, no admitía, bajo ninguna circunstancia, tu potestad sobre mí, y mucho menos quería obedecerte. Aún ahora, ello ocurre en diferentes momentos de mi vida, con una intensidad que me desconcierta y me asusta.


Así como en ciertas circunstancias uno reacciona automáticamente y de manera fuerte para defender un derecho, de la misma manera reaccionaba yo contra Ti y procuraba mantenerte al margen de mi vida mientras conseguía mis metas.


Tú te interesabas en mí y me dejabas conocer tu preocupación a través de diferentes personas, pero yo no escuchaba ni valoraba ese interés tuyo. Sé muy bien, porque lo he hecho muchas veces, lo que significa pisotear sin compasión las flores más delicadas del Jardín del Amor Divino, especialmente cuando han venido por medio de las manos y el corazón de los miembros de mi familia y de otras personas.


Recuerdo ahora, con cierto dolor en mi corazón, los desplantes, desafíos, amenazas, injurias, advertencias, reproches y acusaciones que salieron de mi boca con una fluidez espeluznante, sin un asomo de respeto hacia mis interlocutores.


Enceguecido por mi egoísmo, interpreté como ataques personales las observaciones, correcciones, sugerencias y consejos de los demás. Muchas veces reaccioné de manera agresiva y prepotente, pasando por encima de la dignidad de mis semejantes, pero ahora veo que, después de haber reconocido, aceptado y confesado esos pecados, Tú has ido sanando en mí las heridas y el sufrimiento de mi conciencia y has perdonado esos pecados por completo con la absolución que me has dado oportuna y puntualmente en el Sacramento de la Reconciliación. Sé también que, en varios casos, has intervenido de manera portentosa para disminuir o eliminar el daño que causé a varias personas a raíz de mi comportamiento. Aún subsiste un dolor mitigado, que no es culpa, ni remordimiento, sino un dolor reparador, de sincero arrepentimiento, el cual te ofrezco como una manera de agradecer tu paciencia y tu indulgencia conmigo.


Ahora, con más sosiego y paz en mi corazón, recuerdo mi lejana juventud, cuando, viviendo a mi manera, sin prejuicios ni límites, en medio de la oscuridad de mi alma y de mi conciencia obnubilada, te reclamaba desvergonzadamente las comodidades para mi alma y mi cuerpo, procurando a toda costa no sufrir ni padecer en modo alguno y excluir los rigores de la vida de la significación que Tú les has conferido. Hoy queda algo de esa actitud en mí, aunque ahora un poco menos beligerante y egoísta.


Siempre interpreté el sufrimiento en mi vida como un castigo injusto de tu parte, como un juicio severo e inmodificable. Algunas veces reconocí parcialmente mi culpa y mi responsabilidad en algunos de esos sufrimientos, pero en general, los atribuía a Ti, o a las demás personas. A veces el sufrimiento era tan grande, que no podía, ni quería pensar en nada ni en nadie diferente de mí mismo, y muchas veces terminé autocompadeciéndome o haciéndome víctima de las circunstancias.

 

Cuando observo las miserias ajenas, viene a mi mente que hiciste al hombre de la nada, lo hiciste de esa manera, no para que fuese siervo del mundo, sino para que dominase sobre todas las cosas, reconociendo en ellas y en sí mismo tu grandeza y estuviera centrado en Ti y no en él. Tristemente, es el hombre quien se ha considerado el centro de la creación, el rey, sin reconocer la existencia y la obra del Creador. Entiendo que le diste la fe como herramienta útil para buscarte y tenerte.


Yo también alteré el orden que Tú pusiste en mí. Me dejé llevar por inclinaciones mundanas y la esclavitud de las cosas, deshonrando la dignidad que me habías dado desde el principio.

 

En mi primera infancia hice muchas cosas imprudentes, inadecuadas, incluso pecaminosas. No me preocupé nunca por mi conciencia y actitudes. Más tarde, mi adolescencia fue bastante “normal”: peleas, amenazas, incomprensiones de mi parte, rebeldía, derroches de autosuficiencia, falta de consideración con el prójimo, despreocupación absoluta, actitudes y decisiones imprudentes, poca responsabilidad y nada de reflexión, todo lo cual me fue apartando de Ti, del orden con el cual me creaste y de la obediencia a la cual me llamaste.

 

Señor, sabes que durante muchos años imitaba y buscaba casi siempre lo más llamativo, y al obrar de esa manera, fui acumulando culpas, con el convencimiento absoluto de que eran algo natural, bien visto y socialmente deseable. Cuando asistía a reuniones sociales o a otras actividades, procuraba acercarme a las personas más importantes e influyentes, haciéndome notar muy sutilmente, pues creía que en cualquier momento podría beneficiarme de ellas.

 

En otros aspectos, buscaba siempre la mejor parte: el plato más lleno, el mejor puesto, el menor esfuerzo, la mayor comodidad, etc.


Jamás cuestioné profundamente mis actos, ni entré en conflicto con mi conciencia, a pesar de las enseñanzas de mi hogar, la formación tradicional del sistema educativo y de la Iglesia católica. Acudí a los sacramentos, pero lo hacía por imitación,  costumbre,  apariencia, o angustiado por  momentos difíciles, pero nunca por convicción, devoción o verdadera necesidad espiritual.


Hoy, al conocerme un poco más, gracias a tu inspiración, deseo ser imagen de tus perfecciones. No quiero distorsionar el dominio que me has dado sobre lo creado, para que las cosas y las criaturas no sean más importantes que tu libertad en mí, ni dejarme llevar por lo deleitable y voluptuoso; esto oscurece el entendimiento y debilita la voluntad, lo que me llevaría a desarrollar apegos, sentir ira o frustración ante cualquier corrección o advertencia para dejarlos atrás.


Así viví durante muchos años, si bien, apenas ahora puedo establecer, poco a poco, y gracias a Ti, la diferencia entre el apego y el uso adecuado de las cosas mediante un afecto sano. Es un discernimiento que me vas dando a partir del sufrimiento, como cuando un paisaje se ve difuso a través de una ventana sucia; a medida que se va limpiando, aparece el paisaje con toda la riqueza de detalles que antes no se podían ver ni disfrutar.

 

Quiero imitar a Tu Hijo Divino, aunque tenga la posibilidad de decir en cualquier momento: “NO QUIERO”.


Vivamos juntos cada momento; por tu bondad y tus méritos, concede a cada sufrimiento el verdadero sentido y efecto que sólo Tú puedes infundir, para que mi vida cumpla la finalidad que deseas.

Gracias, Señor!

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