Señor, ¿qué quieres hacer de mí?


Señor, en medio de mi pequeñez, apiádate de mí. Soy débil de carácter, tengo muchos defectos y esto se ha reflejado en mi comportamiento, creando rechazo e incomprensión por parte de otras personas. Acepto este sufrimiento como parte de mi proceso de conversión y te lo ofrezco en reparación de mis pecados y los del mundo entero.

He vivido, como menciona el cántico de Moisés (Dt. 32, 10) una soledad poblada de aullidos. Sufro una herida de fuertes dolores (Jr. 14, 17). Mi corazón llora en silencio por Ti: te añora, te desea, te necesita. Has observado los tropiezos que he tenido, los fracasos acumulados y me muestras cómo han constituido etapas de preparación y purificación para iniciar una nueva vida de la cual quieres ser protagonista.

 

Todo ocupa su lugar en el plan de amor que me has venido enseñando. Quisiera que obraras con mayor rapidéz. Sin embargo, debo asimilar de manera progresiva los cambios profundos que se han iniciado en mi vida.

 

Tu silencio ha tenido efecto: me ha conducido a la oración, a la búsqueda de la interiorización personal, a la paz del alma y el sosiego de los sentidos. Ese silencio adorable a veces me confunde, me angustia, me desespera, porque por momentos parece que mi alma desfallece a causa de esa aparente ausencia tuya. Es una preparación complementaria que necesito vivir para comprender realidades que no se pueden asimilar de otra manera.


Entiendo que el sufrimiento tiene un sentido purificador, como si nos estuvieras llamando a la conversión, al arrepentimiento y a la santidad. Es una oportunidad para convertirnos en mejores seres humanos; pero ese resultado depende de nuestra voluntad y de la actitud que manifestemos en nuestra situación particular. Tú nos sostienes para no sucumbir, aunque permites el sufrimiento como parte de nuestra vida. Conoces perfectamente nuestros límites, y lo más importante es que en medio del sufrimiento te encuentras presente, de manera que podemos contar con la fuerza que nos hace falta para perseverar y no claudicar ante el dolor.


He comprendido el efecto benéfico del sufrimiento y  entendí que en muchas ocasiones no hay otra forma de producir un cambio favorable, pues es el único camino que queda disponible cuando las palabras y otras estrategias pedagógicas no producen ningún efecto.


Algo de esto ocurre con frecuencia en las familias: tenemos nuestra propia manera de ser desde pequeños, nos relacionamos durante toda la vida, compartimos momentos agradables, hemos sido solidarios unos con otros, tenemos detalles bonitos y queremos servirnos mutuamente, pero surgen barreras, diferencias en el temperamento, en la concepción de la vida, las actitudes y decisiones cotidianas. Esto genera conflictos, cansancio y abatimiento. Se discute, analiza, y propone, pero muchas veces las actitudes no cambian, sino hasta cuando ocurre una situación imprevista que implica sufrimiento y éste no es fácil de comprender en el seno familiar.


No queremos herirnos, pero lo hacemos, y sentimos el dolor y el arrepentimiento de causarnos ese dolor, y volvemos a herirnos y a repetir el ciclo. Sin embargo, es por tu Misericordia que esas heridas, poco a poco, van disminuyendo su frecuencia y su intensidad.


Por otra parte, he descubierto en mi manera de ser varios rasgos que me recuerdan ciertas características inadecuadas de mis padres. Hay en mí expresiones, actitudes, ademanes, miradas, gestos y comportamientos que son iguales a los de ellos, y aunque no son propiamente rasgos malos, corresponden a características que, en su momento, me disgustaban bastante. Alcancé a sentir algo de resentimiento y fastidio por esto, pero Tú me has confortado repetidamente; estoy aprendiendo y aceptando la necesidad de perdonar, perdonarme, ofrecer ese sufrimiento en reparación y al mismo tiempo en acción de gracias por mis padres y por mí.


Señor, necesito preguntarte desde lo más profundo de mi alma: Dios mío, ¿cuál es la misión que me has encomendado en la vida? ¿La vocación a la que me has llamado? ¿La elección que haz hecho en mí? ¿Cuáles son los talentos, aptitudes y destrezas que me has dado? ¿Cuál es el uso que Tú deseas hacer en mí de esos talentos?


Ahora te pido que me envuelvas en la luz de tu naturaleza Divina, me limpies y adornes con los dones que Tú desees, con las gracias que te glorifiquen y que restaures los privilegios que me has dado como criatura tuya y han quedado suspendidos por mis pecados.


Te ruego  me dispongas para el nacimiento espiritual de Tu Hijo. Restaura, Señor la pureza y la gracia, la hermosura y la candidez de mi alma; el deseo de corresponder a tu majestad con la fidelidad y el amor, con un excelente modo de obrar basado en la humildad, prudencia, gratitud y  amor.


Infúndeme una santa familiaridad contigo, para que no vuelva a dirigirme a Ti con miedo. Que mis pensamientos tengan inspiración divina, ardiente caridad y estén acompañados de sabiduría y ciencia tuya.


Que mis manos sean generosas y fuertes para obras grandes a tus ojos, y que para obras menores y más cotidianas, sean prontas y ágiles según los dones que tu Santo Espíritu quiera derramar en ellas.


Dame, Señor, pureza y sensibilidad para discernir tus designios y responder con prudencia, discreción y agrado a Tu Divina Voluntad. Haz que mi alma pueda descansar en Ti.


Concédeme las virtudes, actos e iluminaciones que me dispongan para Ti. Ayúdame a crecer y ser fuerte en el amor, en la mortificación, renuncia, y sacrificio. A repetir frecuentemente el amoroso dolor de la contrición de mis culpas.


Ayúdame a ser agradecido por lo que te has dignado concederme y no me dejes caer en falsa humildad.

Ayúdame a tener presente que todo viene de Ti, por Tu Bondad y Misericordia.

 

Gracias, Señor! 

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